Por: Camilo Velásquez Bedoya
De empresas, relaciones y enfermedad
Algo de encanto tiene todavía aquella noción en la que las empresas o corporaciones son apreciadas cual entes que funcionan como organismos vivos. Conformadas a la luz de un reglamento sistemático que les permita marchar adecuadamente y ser competitivas. Bajo esta perspectiva también es curioso considerar la posibilidad de que los humanos-toda vez no seamos los dueños- podamos entrar y salir de ellas -aun ocupando cargos altos- afectando poco o nada el sistema. Es como si ellas (las empresas) utilizaran, consumieran, su capital humano, su mano de obra, de un modo no muy distinto al uso de enzimas o moléculas de ATP llevada a cabo por la unidad celular.
Esta visión organizacional es interesante, sí; pero es ingenua, o quizá no ingenua, sino que se ajusta poco a una realidad en la que el sistema enruta sus economías, su ahorro localizado, a la obtención de ganancias para un pequeño grupopropietario que ha diseñado todo previamente con el mayor margen de conveniencia posible. No es muy verosímil suponer que la razón de ser corporativa se enraiza en la voluntad de nutrir un todo (cuerpo) que podríamos llamar ¿cómo?, ¿estado?
Bueno, el lector dirá que no se informa aquí de nada nuevo. Y así es, nada nuevo se dice aquí. Pero, ¿por qué llegué a esto entonces sino depara nada llamativo? Bueno, es que las relaciones no acaban ahí, esto de las empresasy sus amistades se puede poner tan complejo como es posible; lo que equivale también a tan simple como de costumbre. No hay que olvidar que estas son manejadas por intereses; y estos, dentro del juego analógico organismo-empresa, no parecen ser una cosa distinta al latido mismo.
Ahora sí, lo que venía a contarles:
En una ciudad pequeña, una ciudad cuyos renglones productivos son digamos el agro y el turismo, hay una fábrica. En realidad, a pesar de lo dicho previamente, hay muchas, pero consideremos una sola, una fábrica de madera, de muebles, si queremos ser exactos. El dueño de la fábrica se llama L. L pertenece a una familia pequeño burguesa, numerosa, en la que casi cada miembro ha hecho empresa con éxito. Desde muy pequeño, poco después de cumplir los doce años, N entra a trabajar a la fábrica de L. Un día cualquiera, después de unos quince años de trabajo en la fábrica, N, por descuido o por cansancio, se rebana tres dedos de la mano con la aserradora. Tan pronto llega al servicio de urgencias es atendido por un ortopedista que-pese a las indicaciones de N en las que este le pide no volver a adherir ningún dedo si no va a haber funcionalidad- realiza una cirugía en la que “recupera” el dedo corazón y repara algunos daños sufridos en el índice y la palma.
Como resultado y pasadas algunas semanas, tenemos que a la mano derecha de N le faltan dos dedos y que el de la mitad, también conocido como corazón, tiene buena circulación pero carece de sensibilidad y movimiento. Le quedará por definir a las autoridades competentes si N sigue siendo viable o si se ha hecho candidato a una pensión por invalidez.
Mientras tanto, N entra en una depresión mayor que requiere hospitalización. Estos gastos (cirugía, hospitalizaciones) como el lector ya sabe, corren por cuenta de una aseguradora de riesgos profesionales, la cual, ante los matices del caso, resuelve enviar a N a la capital del país para internarlo en un prestigioso pabellón dirigido por un prestigioso psiquiatra adscrito a un reputado hospital universitario. Después de tres semanas de observación, el prestigioso psiquiatra, acaba por resolver que la depresión de N no es auténtica sino fingida, por lo que N es devuelto a su ciudad. No por eso el estado de N mejora o empeora; sin embargo los ortopedistas y fisiatras si empiezan a ver la mano de N con distintos ojos. 3 dedos, dicen, equivalen al 60% de una mano que además puede hacer pinza porque conserva índice y pulgar. Resuelven, añadiendo unas sesiones de rehabilitación, darle a N el alta laboral. No por esto la depresión de N mejora o empeora. Seguirá postrado en su casa, siendo cuidado por su mujer, incapaz, o aparentemente incapaz, de regresar a la fábrica de L, que por su parte, tampoco es que se encuentre muy deseoso de recibirle.
Preguntas:
¿Existirá acaso algún tipo de relación entre el ortopedista que eligió conservar el dedo de N y la familia de L?
¿Habrá algún vínculo informal entre el psiquiatra y la aseguradora de riesgos profesionales?
¿Habrá alguna relación que vincule a L con el psiquiatra?
¿Habrá alguna que vincule al ortopedista con la aseguradora de riesgos profesionales?
¿Habrá más de una relación informal simultánea?
¿Qué tan fácil es que la complicación de una enfermedad psiquiátrica de lugar a una pensión por invalidez?
El lector habrá observado que en algún lugar de este breve relato se hizo mención de “autoridades competentes”, y que estas autoridades no corresponden a otra cosa que al mismo cuerpo médico que ha valorado a N. El autor del texto se abstiene de juzgar si se adhiere o no a esos dictámenes. Sí quisiera en cambio señalar cómo la tecnocracia o el “juicio de profesional” se convierte en un discurso de autoridad. Y cómo la complejidad y asiduidad de estas instancias supone propiedades emergentes que hacen caducar la analogía organismo-empresa.
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